Philip Zimbardo, psicólogo social de la Universidad de Stanford, llevó a cabo en el año 1969 un interesante experimento que devino teoría gracias al trabajo de James Wilson y George Kelling. Se vino a llamar “La Teoría de las Ventanas Rotas”.
Y vale mucho la pena conocer en qué consiste porque su aplicación cubre amplias áreas de nuestra vida.
Vamos al año 1969. El experimento consistía en abandonar un coche en el deteriorado barrio del Bronx de aquella época: pobre, peligroso, conflictivo y lleno de delincuencia. Zimbardo dejó el vehículo con sus placas de matrícula arrancadas y con las puertas abiertas para simplemente observar qué ocurría.
Y sucedió que al cabo de tan solo diez minutos, el coche empezó a ser desvalijado. Tras tres días ya no quedaba nada de valor en el coche y a partir de ese momento el coche fue destrozado.
Pero el experimento no terminaba ahí. Había una segunda parte consistente en abandonar otro vehículo idéntico y en similares condiciones pero en este caso en un barrio muy rico y tranquilo: Palo Alto, en California.
Y sucedió que durante una semana nada le pasó al vehículo.
Pero Zimbardo decidió intervenir, tomó un martillo y golpeó algunas partes del vehículo, entre ellas, una de sus ventanas, que rompió.
De este modo, el coche pasó de estar en un estado impecable a mostrar signos de maltrato y abandono.
Y entonces, se confirmó la hipótesis de Zimbardo. ¿Qué ocurrió? A partir del momento en el que el coche se mostró en mal estado, los habitantes de Palo Alto se cebaron con el vehículo a la misma velocidad que lo habían hecho los habitantes del Bronx.
Lo que dice la Teoría de las Ventanas Rotas es simple: si en un edificio aparece una ventana rota, y no se arregla pronto, inmediatamente el resto de ventanas acaban siendo destrozadas por los vándalos. ¿Por qué? Porque se está transmitiendo el mensaje: aquí nadie cuida de esto, esto está abandonado.
La lectura que nos da esta teoría es extrapolable a múltiples ámbitos de la cotidianidad. Si alguien pinta en la pared de tu casa y no repintas pronto, se convertirá en un muro lleno de pintadas en pocos días.
Si el árbitro permite una pequeña transgresión en el partido, lo más probable es que vayan apareciendo más y más acciones violentas hasta que se forme una tangana.
Si tú mismo comienzas con pequeñas mentiras, acabarás creyéndotelas y generando más.
Si no cuidas la relación con tu pareja y comienzas abandonando los pequeños detalles, estás sembrando posibilidades de un deterioro que puede acelerarse.
Y la lista sería interminable. En resumen, si permites el vicio y no lo reparas pronto, luego no te sorprendas si te encuentras enmedio de un lodazal en el que tú has sido parte por activa o por pasiva.
La bola de nieve del abandono, el maltrato, la injusticia, la pereza o la mentira tiende a crecer rápidamente cuando hay signos externos que lo muestran y no son reparados con celeridad.
La no reparación inmediata de un daño emite un mensaje a la sociedad: la impunidad se permite, pueden ir todos a saco.
Si no se transmite el mensaje que da toda acción de respeto y cuidado hacia lo que tenemos, y dejamos que el deterioro, el abandono o la resignación ganen la partida, entonces la entropía, el desorden, el daño, el incivismo, el abuso, el mobbing o toda forma de infamia y degradación tenderán a propagarse rápidamente.
En conclusión, si queremos evitarlo, hay que arreglar la ventana rota cuanto antes.
Inmanuel Kant expresó este principio en lo que denominó el “Imperativo Categórico”: obra solo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal.
Dicho de otro modo: ¿te gustaría que las personas de tu entorno rompieran, robaran, defraudaran o fueran destrozando el patrimonio ajeno?
Obviamente, no. Entonces, miremos no ya de no romper ninguna ventana física o emocional ajena, sino de repararlas cuanto antes para evitar males mayores.
Porque del mismo modo que podemos ser causa de la expansión del daño haciéndolo crecer, podemos ser también causa de la reparación colectiva, y eso no es una utopía.
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