Qué importante es saber expresar, saber decir lo que uno siente, lo que uno necesita, lo que uno piensa, lo que uno quiere. Encontrar las palabras, medirlas, tener en cuenta, cuando la situación lo requiere, la manera de ser y circunstancias de la persona que nos escucha.
También el gesto que acompaña lo dicho, el tono de nuestra voz, la mirada, la elección delicada de las palabras, los silencios necesarios que dan fondo y textura a la voz.
Las palabras son el vehículo de contacto de nuestra alma con la realidad. Gracias a ellas tomamos conciencia y simbolizamos lo vivido. Las palabras nos brindan además la posibilidad de significar toda experiencia, desde lo aparentemente banal hasta lo trascendente: las palabras nos ayudan a dar un sentido a la vida.
Gracias a las palabras percibimos las diferencias, los contrastes y nos acercamos al mundo. Con ellas creamos y exploramos universos reales e imaginarios. Son puente y camino para conocer y reconocer al ser próximo, descubrir sus matices, su humanidad y, cómo no, son también el vehículo para llegar hasta nosotros mismos. Paradójicamente también las palabras nos ayudan a tomar distancia, a ganar perspectiva, a desahogarnos. Nos permiten acercarnos y alejarnos, gestionar distancias, entregarnos o partir.
“La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha”, dejó escrito Michel de Montaigne. Las palabras nos pertenecen a ambas partes en diálogo cuando éste es sincero, cuando la escucha es atenta, cuando hay voluntad de encuentro. En ellas nos encontramos y por eso nos unen, nos llevan al intercambio, a la relación, al encuentro y así es como nos hacen ver, sentir y crecer.
Existen palabras que condensan experiencias, sentimientos, anhelos, incluso una vida: el nombre de la persona amada, el de los lugares de nuestra infancia, la canción que evoca el recuerdo, la poesía que siempre nos acompaña, la voz de nuestros afectos. En ocasiones, al escuchar palabras como hijo, amigo, padre, madre o especialmente el nombre propio del ser amado, se evoca y recrea un universo de recuerdos y emociones a veces más rico e intenso que la propia realidad cotidiana.
Hay palabras sencillas, inmediatas, adecuadas, amables, que son un regalo. Expresadas desde la espontaneidad, un “adiós”, un “gracias”, un “por favor”, un “te quiero” pueden iluminar un momento, y en según qué circunstancias, ser el recuerdo que da también sentido a una vida.
A menudo, una voz amable y sincera es mucho más terapéutica que cualquier medicamento. Un gesto y una voz adecuada pueden cambiarnos el humor en un instante. La palabra nos lleva a la risa, a la alegría, a la ternura y al humor desde lo más inesperado. La palabra sorprende, conmueve, enternece y emociona.
Pero lo más milagroso que sucede con las palabras, es que nos pueden curar. Con la palabra podemos hacer nuestra alquimia interior: aliviar dolores, lidiar con nuestras dudas, rabias y culpas, concluir duelos, sanar heridas, convencer miedos, soltar yugos, terminar quizás con esclavitudes interiores y exteriores: liberar y liberarnos.
Precisamente porque es sumamente obvio, a menudo el siguiente principio acaba siendo obviado: podemos elegir en cada instante nuestras palabras para relacionarnos con los demás, incluso para relacionarnos con nosotros mismos, para construir la realidad con el otro y para crear nuestra propia realidad.
Elegir las palabras adecuadas en cada momento es un ejercicio que puede transformarnos la existencia o abrirnos la puerta a escenarios interiores y exteriores que jamás hubiéramos imaginado.
Benditas palabras.
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Gracias a la palabra, podemos hablar con el alma. La fuerza y el poder de la palabra, radica en quien sabe bien usarla.
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Dicen que la palabra, tiene más poder que la fuerza de la espada.
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